Es imposible sentarse en silencio, con un poco de calma, pero principalmente sin afán, para tomarse el café de la mañana. Es imposible tomárselo caliente. El café de la mañana se termina tomando frío o recalentado a las 11 a.m., cuando se tiene un bebé de dos años gritando tu nombre como si el vecino lo tuviera que escuchar. El termómetro de la paciencia ha bajado 10 grados. Pero eso no es nada, comparado con la rabia de la niña cuando quiere que la abracen a las 4 a.m., pero que, por favor, no la toquen.
La realidad es que, si tenemos el termómetro de la paciencia lleno, entendemos que la rabia de un niño de dos años no es un enemigo a vencer; es un idioma que todavía no hablamos del todo. El niño siente más de lo que entiende y, obviamente, reacciona más de lo que puede explicar. Pero cuando ese termómetro está en -10, la rabia nos consume también a nosotros. ¿Qué pasa cuando reaccionamos con rabia? O, peor aún, ¿qué pasa cuando tenemos rabia interna, acumulada, escondida por años? Lo más probable es que un día actuemos como un niño, reaccionando más de lo que podremos explicar.
Hay una frase poderosa que dice: “La rabia es el grito de una necesidad insatisfecha.” Sin embargo, esa necesidad generalmente no es aquella por la que reaccionas. No es porque haya mucho tráfico, ni porque tu pareja te interrumpa cuando hablas, ni porque la del counter de la aerolínea te cobró más.
Si aprendiéramos verdaderamente a oír nuestras necesidades y aquello que nos incomoda, las rabias aparecerían por situaciones más válidas, no tan banales. Pues la rabia interna hace ver oscuro incluso aquello que brilla. La pregunta entonces es: ¿por qué nos ignoramos?
Porque desde pequeños se nos enseñó a no incomodar, a “ser prudentes”, a “no decir eso”. Ojalá desde pequeños nos hubieran permitido seguir sintiendo e incomodar a otros cuando era necesario. Dejamos de ser niños para sentir, pero seguimos siendo niños para reaccionar. Que ironía. Que lindo sería reconocer que no hay seres perfectos, pero que sí está perfecto no estar de acuerdo con todos.
Esa sería la clave secreta para poder expresar las cosas en el momento correcto, con las palabras correctas. Porque, al anular la emoción y pretender que es mala su existencia, lo único que hacemos es rechazar un sentimiento real, incomodando no a otro, sino a nuestra alma. Incrementando la rabia, que es como el agua: cuando se acumula, siempre encuentra por dónde salir.
Como dice una amiga: “Uno acumulado reacciona, jamás acciona.”
Y yo, me cansé de reaccionar.

