Sin duda, disfrutar de un café es un gusto adquirido. Muchos empezamos a ritualizarlo en nuestro primer trabajo. Quizás porque toca darle una ayuda extra a la mente para mantenerla enfocada, o tal vez para no sentirnos excluidos cuando todo el equipo se pare a conversar junto a una taza de café. Si existiera un manual de cómo ser adultos, tomar café entraría en el top 5 de la lista, trabajar también. ¿Pero es el café la única alternativa para ritualizar un momento? ¿Y es el trabajo, como lo entendemos, la única manera de sentirnos validados en la adultez?
El trabajo a los 20 años se siente empoderador, a los 30 como el 99% de nuestra identidad, a los 40 estabilidad, a los 50, ojalá libertad. Ese orden se siente coherente, pero le falta una pieza, pues a cualquier edad, el trabajo también se puede sentir como lo único que nos define. Se convierte en parte de una narrativa social, donde si sales a tomarte un café con alguien por primera vez, la pregunta que le gana al mesero es: ¿a qué te dedicas? Definiéndonos ante los demás con tan solo un título, el cual hasta de pronto quisiéramos cambiar. ¿Es el trabajo nuestra más valiosa carta de presentación?
Si hay un momento clave en la vida de una mujer para resignificar este concepto, es en la maternidad: el único trabajo donde no se tienen vacaciones, en el que no se puede renunciar, en el que las noches se trabajan y no hay pago extra. Y es ese trabajo, poco recompensado por la sociedad, pero tan importante para la humanidad, el que trae infinitos aprendizajes. Nos demuestra que el tiempo es el recurso más valioso. Que el trabajo real no busca reconocimiento externo. Que nada es para siempre. Y, principalmente, que la única manera de volver placentero lo retador, es por medio del amor.
Steve Jobs decía: “Tu trabajo va a llenar gran parte de tu vida, y la única manera de estar verdaderamente satisfecho es hacer lo que crees que es un gran trabajo. Y la única manera de hacerlo es amar lo que haces.” Cuando las cosas parten desde el amor, somos invencibles. El trabajo es mucho más que un reconocimiento por el hacer: es un trampolín para alcanzar lo que soñamos, sea cual sea ese sueño, o sea cual sea esa necesidad.
Quizás el reto sea dejar de mirar el trabajo solo como obligación o como tarjeta de presentación, y empezar a verlo como un espacio donde nos encontramos con nosotros mismos. Porque más allá de los títulos, los horarios y los pagos, trabajar es también crear, sostener, imaginar y dar. Y cuando logramos resignificar, el trabajo deja de ser solo hacer: se convierte en parte del ser.
Tu valor no te lo da un trabajo, te lo das tú, aún cuando no hay “trabajo”.

