Me despierto y me voy a trabajar al nuevo cafecito de la esquina. Me sirven un café con leche de macadamia y espuma decorada. Vengo de la generación que cambió el tinto por los cafés especiales y los jugos por los smoothies. Antes de abrir el calendario, leo la siguiente cifra —como buena millenial— en un post de Instagram:
“El 80 % de los trastornos emocionales adultos están relacionados con experiencias en la niñez.” El copy le daba credibilidad, pues se trataba de un estudio de la American Psychology Association. Esto quiere decir que, si alguien sufre de baja autoestima en su edad adulta, probablemente su raíz viene de cuando era niño.
Por fortuna, también soy de la misma generación que hizo consciencia de su niño herido, de los que empezaron a buscar terapia y a hablar de traumas. De los que ensayan psicólogos, reiki y todo lo que venga de la madre tierra para “sanarse”.
Pero, un momento… ¿sí se sana el niño interior? Parece que también soy de las que se cuestionan.
Aprovecho el momento para llamar a Jael, que además de cuñada es psicóloga. Que además de haber despertado su consciencia, es mamá. Sus hijos se están yendo de casa; la etapa de mamá gallina ha llegado a su fin. No su mente, ni su lógica, pero sí su cuerpo y su emoción lo sienten como rechazo. Tiene una sensación de abandono profundo, que se transforma en control: control por tener a su gente cerca, por miedo a… ¿el abandono? ¿Será el mismo abandono que sintió de niña? ¿Cómo fue su infancia? Lo que siente Jael es real: son las emociones de una niña interior, una niña herida, una niña que vive en ella.
Sin embargo, esa misma niña se ha transformado en mujer. Una mujer que tiene opciones y la edad suficiente para poder elegir. Casi siempre, en casi todo, tenemos dos caminos. En este caso, el de justificar o el de transformar. Hoy, Jael puede decidir utilizar nuevas herramientas poderosas para entenderse, para cambiar no lo que siente, sino cómo actúa. A la niña se le activan botones rojos en ciertas situaciones. Pero a la mujer, cuando se le activan esos botones, le toca decidir qué hacer.
¿Será entonces que lo que más debemos trabajar no es en sanar al niño, sino en conocerlo, en entenderlo, para poder actuar en vez de reaccionar? A fin de cuentas, no tenemos una bola mágica para eliminar el pasado. El objetivo no debe ser llegar a la perfección. La meta más grande, tal vez, es alinearnos: con lo que fuimos, con lo que somos y con lo que queremos ser.
El niño interior, entonces, nos explica el por qué, pero no es nuestra sentencia. Nos enseña de dónde venimos, pero no hacia dónde vamos. Nos muestra lo que nos activa, pero también lo que nos hace inmensos, aquello que nos hace únicos. El niño interior es una herramienta poderosa.
Recordando que… el pasado no se usa como residencia, sino como referencia.

